Foto cedida por T. Salas |
El inicio de la crisis provocó una parálisis mental inicial de la que aún no nos hemos recuperado y de la que nos quedará secuelas. Nos dio de lleno en las narices y aunque se percibía en el ambiente no se tuvo conciencia clara de su magnitud y gravedad. De la parálisis mental pasamos a la parálisis física, tras la cual observamos cómo nuestros marcos de referencias más básicos y nuestros mecanismos de supervivencia se paralizaban, y empezamos a construir una imagen casi estática de una realidad salida de contexto. Palabras como incertidumbre, desesperanza o angustia emergían con fuerza.
Pero, el miedo a una realidad cambiante no se ha sentido por igual en el comjunto de la ciudadanía. En esta realidad distópica quienes peor lo están pasando son las personas más vulnerables, aquellas que siempre han contado con menos recursos y posibilidades, a las que la sociedad les ha ido negado una y otra vez una oportunidad. Son personas, familias y grupos que durante años han estado viviendo en el filo de la pobreza y la marginación. Una parte de la sociedad se queda al margen, ya paso con la crisis económica y vuelve a pasar con la actual crisis sanitaria. Las esperanzas no son iguales para todos.
Hablamos de crisis sanitaria y de nueva crisis económica pero poco de la crisis social que crece día a día en pueblos y ciudades, que se tamiza en largas colas a las puertas de entidades voluntarias para recibir una bolsa de alimentos, donde los servicios sociales (municipales) se hacen invisibles. Aunque, el actual gobierno a diferencia de otros en el pasado reciente sí ha puesto en su agenda la crisis social de las personas. Esperemos que no dejen en la cuneta a miles de personas.
Desde la visión del trabajo social y de los servicios sociales, la perplejidad fue mayúsculas el día que cerraron los centros y las personas profesionales se tuvieron que marchar de forma inmediata a sus casas. Con desazón de no saber a qué se enfrentaban. Demasiado complicada era la realidad social que nos dejó la crisis económica anterior, a la que se enfrentaban en el día a día con una importante escasez de recursos. Sólo pensar en el cierre de los centros y la consiguiente desatención de personas en situación límite dejaba un vacío difícil de entender, solo mitigado por la idea de salvar vidas, entre las que se encontraban personas profesionales con las que se comparten tareas y espacios laborales que por diferentes causas se convirtieron también en población de riesgo por el virus.
Pero la realidad se imponía, las necesidades de la población se incrementaban por el confinamiento y la paralización generalizada de la actividad económica. La “olla a presión” empezaba a coger temperatura y en cualquier momento podía estallar. Se imponía una toma de decisiones difíciles y adoptar medidas urgentes que hicieran posible la atención social dentro de unos parámetros para lo que no se estaba preparado en servicios sociales. Con una respuesta inicial débil, insegura y con muchas lagunas. La tecnología que ocupaba un papel importante ahora se hacía imprescindible para poder llevar la intervención, aunque desde una dimensión diferente y que muchas personas profesionales ni siquiera habían imaginado pocas semanas atrás.
Durante el confinamiento se abrió camino el teletrabajo, al que se conocía de oídas, pero con el que no se tenía experiencias previas, y día tras día la realidad se imponía a golpes bruscos de timón. ¿Cómo dejar una práctica basada en las relaciones personales y la cercanía física, por otra desde la distancia? A veces insalvable por medios técnicos y en tan corto espacio de tiempo.
En el proceso de adaptación urgente, se encontraron dificultades para contactar la persona usuaria con la persona profesional y viceversa, accesos remotos telemáticos de cierta complejidad, la falta de equipos, el exceso de horas de trabajo camufladas por la vida familiar, la soledad profesional, la falta de espacios para la desconexión y el descanso mental ante los casos sociales tan dramáticos que se enfrentan unió al propio confinamiento de la profesional. Y por encima de todo el intentar ayudar a las personas.
El aumento desmesurado de las demandas para la cobertura de las necesidades más básicas como la alimentación junto a la necesidad de una intervención telemática ha producido cambios demasiados acelerados y ha supuesto para la persona profesional un esfuerzo enorme, gran desgaste emocional y la aparición de estados de ansiedad durante todo el Estado de Alarma, que debe ser analizado con detenimiento y pensando de que no se estaba preparado para este cambio tan inesperado e incierto, pero que a pesar de todo la atención social se retomo con aciertos y errores.
Todo lo anterior, me lleva a pensar, que en cierta medida se ha producido cierto “descalabro” profesional en una desaceleración social sin precedentes, donde la intervención profesional se hace aún más necesaria que antes y debe buscar fórmulas nuevas para superar los nuevos retos que se avecinan en el futuro.