Los profesionales que intervenimos en el campo de los servicios sociales desde hace años, deberíamos tener claro que estos no van a sacar de la pobreza a buena parte de la población que atendemos. La crisis de 2008 y la del COVID-19 han producido más pobreza, según el avance de resultados de la encuesta FOESSA (2021), año y medio después del estallido de la pandemia, son ya 11 millones las personas que se encuentran en situación de exclusión social en España.
Los servicios sociales deben
ser un apoyo imprescindible a las necesidades de la ciudadanía en sus relaciones
sociales, en la convivencia, en la resolución de conflictos, la creación de
redes sociales, la construcción de entornos solidarios y de apoyos mutuos entre
otros, favoreciendo vida comunitaria de calidad y bienestar. En dedicar gran
parte del trabajo profesional a las interminables tramitaciones “administrativas”
de ayudas para la cobertura de las necesidades más básicas como la
alimentación, la vestimenta, la ayuda para material escolar, medicación, suministro
de agua o de luz, están impidiendo la construcción de un verdadero sistema
público que de sustento a un verdadero Estado de Bienestar.
Por ello, se hace imprescindible
que los servicios sociales, especialmente los comunitarios, empiecen a soltar
el lastre benéfico-asistencial que arrastran desde la dictadura, en donde la
ayuda al necesitado, al pobre, era pura beneficencia, no solo utilizaba como un
elemento de control sino de servilismo al propio régimen. Como todos y todas recordamos fue en la
década de los ochenta cuando se empezó a fraguar el sistema público de
servicios, y como dicen Aguilar y Llobet (2015) con “importantes elementos de
indefinición” (p. 5) y con un peso muy importante de su antecedente inmediato,
la beneficencia pública. No puede ser que un Estado democrático
se sustente en prácticas benéfico-asistenciales de épocas pasadas y que se han visto
reflejadas con toda su crudeza a raíz de las dos últimas crisis que hemos sufrido.
El Sistema Público de
Servicios Sociales debe dejar las prestaciones económicas solo para casos excepcionales
ante emergencias, pero aquellas otras llamadas “urgencias” que en los últimos
años se han convertido en ayudas periódicas y continuadas en el tiempo,
condicionadas y que fomentan la dependencia y la cronificación de los casos
atendidos. Solo parchean una realidad, impidiendo que las propias personas desarrollen
sus potencialidades y sean ellas el motor que les haga salir de la situación por
la que atraviesan, y haciéndoles perder autonomía e independiente en la toma
decisiones sobre su propio futuro.
Como dice Piketty (2021) “es
preciso trazar un camino democrático para salir del punto muerto y organizar la
redistribución necesaria en el marco del Estado de derecho” (p.110). Sin una
redistribución clara de la riqueza será difícil concretar una sociedad libre e
igualitaria. Por ello, el Estado frente al aumento de la desigualdad debería intentar
construir un sistema potente de rentas no condicionadas (llámese renta básica,
renta mínima o como se quiera) que permitan crear condiciones mínimas de vida
digna para aquellas personas que el propio sistema les ha conducido a la
pobreza y exclusión social. Hoy la creación de empleo no va a suponer una
bajada en los índices de pobreza, pudiendo incluso formas nuevas de
pobreza.
La dignidad de las personas en
situación de riesgos, pobreza y exclusión social necesitan de respuestas firmes
del Estado (de sus gobernantes) que se reflejen en medidas eficaces ante los
desequilibrios que un sistema “capitalista salvaje” ha creado.
Los servicios sociales son y
deben ser referentes indispensables en la mejora de la calidad de vida y
bienestar de las personas, pero no deben etiquetarse como espacios de puro asistencialismo,
anclados a interminables bucles burocráticos.
Si el Estado garantiza unos
mínimos habitacionales y de renta, favorecería el desarrollo de una adecuada atención
en el campo de los servicios sociales, pero también en el educativo y en sanitario,
que llevarían a la sociedad a niveles de mayor bienestar. De lo contrario seguiremos
parcheando, falseando y manteniendo una realidad con la que llevamos conviviendo
décadas.
El futuro del sistema de servicios sociales, como ya apuntaba Fantova (2005, p.100), se juega su construcción o su desconstrucción. Pero en estos momentos, tengo la sensación de que los servicios sociales pueden estar siendo conducidos hacia un sistema residual y como herramienta de control y contención social. Quizás las dos últimas crisis lo han evidenciado con toda claridad.